En noviembre de 1931, mientras el mundo se tambaleaba bajo el peso de una crisis económica global y el recuerdo aún reciente de la Gran Guerra, Albert Einstein, ya entonces una figura de renombre internacional, alzó su voz no para hablar de ciencia, sino de paz. En un artículo publicado en The Nation (Nueva York), Einstein lanzó un llamado urgente a la conciencia de los pueblos ante el peligro inminente de una nueva catástrofe mundial.
"El genio inventivo del hombre ha creado en los últimos cien años maravillas técnicas que podrían haber hecho la vida libre y feliz", escribió. Sin embargo, el desarrollo moral y organizativo de la humanidad no acompañó ese progreso. Como una herramienta peligrosa en manos inmaduras, la tecnología ,lejos de liberar, agravó la desigualdad, sembró el hambre y ofreció nuevos instrumentos para la destrucción.
Einstein señalaba que el aspecto más alarmante del progreso técnico era su uso para fines bélicos: no solo para destruir vidas humanas, sino también los frutos del trabajo colectivo. La experiencia traumática de la Primera Guerra Mundial , que él llamaba "los horrores inconcebibles de la Gran Guerra", debía haber servido como advertencia. Sin embargo, los gobiernos del mundo, en lugar de abandonar la carrera armamentista, la intensificaban.
A pesar de este panorama sombrío, Einstein vislumbraba un rayo de esperanza. Algunos líderes comenzaban a mostrar una voluntad sincera de abolir la guerra. Pero esta intención, afirmaba, solo podría realizarse si se vencían las tradiciones militaristas, perpetuadas por sistemas educativos obsoletos y por una prensa que servía a los intereses de quienes lucraban con la guerra: los industriales, financieros y fabricantes de armas.
Einstein fue claro: "Sin desarme universal, no habrá paz duradera". Y centró sus esperanzas en la Conferencia del Desarme convocada por la Sociedad de Naciones en Ginebra para febrero de 1932, que consideraba un punto de inflexión para el destino del mundo. Si esa conferencia fracasaba, advertía, una nueva hecatombe era inevitable.
Pero no depositaba sus expectativas únicamente en los gobiernos. Einstein creía que la presión de la opinión pública pacifista era esencial: los estadistas necesitaban del apoyo masivo de sus pueblos para desarmar no solo los arsenales, sino también las mentalidades belicistas. "Todos y cada uno tenemos el deber de emplear nuestras fuerzas en cooperar al advenimiento de una opinión favorable al desarme", escribió.
Y cerraba con una lección profundamente humanista: no se requería el genio de unos pocos para lograr la paz, sino la honestidad y la voluntad colectiva de los pueblos, reflejada en la actitud sincera de sus representantes.
Por desgracia, como sabemos, locos años después, vino la Guerra Civil española y la Segunda Guerra Mundial.
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