En 1932, José Antonio Primo de Rivera, entonces un joven abogado de 29 años, era conocido sobre todo por ser hijo del general Miguel Primo de Rivera, jefe del Gobierno durante la Dictadura (1923-1930).
En una entrevista realizada por la periodista Blanca Sirveira-Armesto confesaba que llevar un apellido célebre había sido más un estímulo que un peso. Consideraba que el nombre multiplicaba tanto aciertos como errores, y que su mayor empeño residía en su vida profesional. Durante el primer año de la Dictadura de su padre había ganado 1.085 pesetas, cantidad modesta que justificaba por su deseo de trabajar con independencia y sin aprovecharse de su posición.
Recordaba su infancia con afecto y humor. A los siete años escribía pequeños dramas en verso inspirados en Calderón y otras obras clásicas. Su primera vocación había sido la carrera militar, aunque pronto se inclinó firmemente hacia el Derecho. De su padre guardaba la imagen de un hombre sereno y optimista, “una fuerza latente de juventud y vida”, capaz de imponer respeto y, a la vez, de irradiar simpatía.
El Derecho era para él “Arquitectura, Ciencia y Arte”, una carrera que describía como “una novia” por la ilusión que le despertaba. Había comenzado a trabajar muy joven, con sueldos de 75 a 125 pesetas, y aseguraba que siempre encontraba facilidades, aunque mantenía una constante insatisfacción consigo mismo, fruto de su afán de superación.
En cuanto a sus aspiraciones, evitaba hablar de ideales rígidos, pero admitía que deseaba servir a España “de un modo grande e intenso”, preferiblemente desde un puesto de mando, aunque subordinaba ese anhelo a su carrera jurídica. Soñaba con viajar por el mundo, no solo para ver, sino para vivir y sentir la vida en otros países, empapándose de sus ambientes y costumbres.
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