En octubre de 1931, durante la Segunda República Española, uno de los debates más intensos giró en torno a la lengua de enseñanza en las regiones autónomas. Era 1931 y se discutía la redacción de la nueva Constitución republicana. En juego no estaba solo qué idioma se usaría en las aulas, sino también cómo articular la compleja realidad identitaria de un país con múltiples culturas y lenguas.
En el corazón del debate se encontraba el artículo 48 del proyecto constitucional, relativo al idioma en la educación. La propuesta original, defendida por el rector de Salamanca y con más ímpetu aún por Miguel Maura, establecía que el castellano debía ser obligatorio en todos los centros educativos del país, aunque se permitía a las regiones impartir enseñanzas en sus lenguas propias.
Frente a ello, la minoría catalana impulsó una enmienda, recogida finalmente en el dictamen de la Comisión, que permitía a las regiones organizar la enseñanza en sus propias lenguas con más libertad, manteniendo el castellano solo como lengua obligatoria en primaria y secundaria, pero no en la universidad.
Este detalle encendió los ánimos. Maura, airado, consideraba que permitir universidades completamente catalanas, gallegas o vascas sin presencia del castellano suponía fragmentar la cultura española. “¿En qué os perjudica que el Estado esté presente cuidando de la cultura castellana?”, preguntaba, viendo en la propuesta autonómica una amenaza a la unidad cultural del país.
El entonces jefe del Gobierno, Manuel Azaña, intervino con un discurso conciliador. Reconocía que la cultura catalana era tan española como la castellana, y que ambas debían formar parte del patrimonio común. Criticaba las voces que querían imponer una lengua y cultura por encima de otra, y defendía una España plural, donde coexistieran todas las identidades.
El debate era mucho más que lingüístico: era un símbolo de las tensiones entre unidad y diversidad, entre el centralismo y la aspiración autonómica que emergía con fuerza en regiones como Cataluña.
La Constitución de 1931 finalmente reconoció el derecho a la autonomía de las regiones. Esto permitió a Cataluña aprobar su Estatuto de Autonomía en 1932, que otorgaba competencias sobre educación y lengua.
El estallido de la Guerra Civil truncó el proceso autonómico y con la victoria de Franco en 1939, se centralizó todo el sistema educativo.
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