viernes, 4 de julio de 2025

Madrid 1931: la mendicidad como espejo de una sociedad rota

 En 1931, en plena efervescencia republicana, Madrid se enfrentaba a una de sus contradicciones más dolorosas: el avance de las ideas modernas convivía con una realidad social profundamente desigual. La pobreza no era solo una estadística; se vivía a pie de calle, en cada esquina, en cada terraza, en cada iglesia. La mendicidad se había convertido en parte inseparable del paisaje urbano.

Un artículo publicado por Francisco Aguera denunciaba lo que se percibía como una "invasión" de mendigos. Se hablaba con crudeza de la mezcla de compasión y hartazgo que provocaban estas figuras humanas: inválidos reales, ancianos sin pensión, niños famélicos, pero también farsantes que fingían ceguera o enfermedad para obtener unas monedas. Muchos madrileños, movidos por la piedad o el hábito, les daban limosna. Otros comenzaban a mostrar cansancio, sospecha, hasta rabia.

Pero la reflexión de fondo iba mucho más allá de distinguir entre el “pobre honesto” y el “mendigo profesional”. Lo que ese testimonio retrata es una sociedad fracturada, donde el Estado apenas ofrece protección social, donde la caridad sustituye al derecho, y donde la miseria es tan común que ya ni sorprende.

A la vez, se denunciaban casos escandalosos de abuso: personas perfectamente sanas que mendigaban por costumbre; mujeres que utilizaban niños ajenos como reclamo para pedir, e incluso quienes simulaban enfermedades para manipular la compasión ajena. Este tipo de prácticas generaban un clima de desconfianza hacia la pobreza, lo que endurecía la mirada pública incluso hacia los necesitados auténticos. Y eso derivaba en una peligrosa banalización del sufrimiento ajeno.

No había una red de servicios sociales capaz de garantizar lo más básico: salud, alimento y refugio para los que nada tenían. El Estado, débil y todavía en construcción, apenas podía ofrecer soluciones estructurales. Las pocas instituciones existentes estaban desbordadas, y muchas veces reservadas a quienes tenían “contactos” o “recomendaciones”.

Todavía hoy, casi un siglo después, la mendicidad no ha desaparecido.  Y sigue habiendo ciudadanos que oscilan entre la solidaridad y el escepticismo, entre la compasión y la sospecha.

El Madrid de 1931 nos lanza un espejo incómodo: nos recuerda que la pobreza no es solo una tragedia individual, sino un fracaso colectivo, y que el verdadero progreso no se mide solo por los avances tecnológicos o los logros políticos, sino por la forma en que una sociedad trata a sus más vulnerables.

Biblioteca Nacional de España, 1931.



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