La mañana del 10 de enero de 1933 amaneció blanca y serena en Madrid. Tras una noche de nieve, la Plaza de la Moncloa se presentó vacía y silenciosa. Pero esa calma pronto se rompió con la llegada de los estudiantes, que se agrupaban junto al primer autobús, como si se tratara de una excursión a la Sierra. La Ciudad Universitaria, aun en construcción, se preparaba para recibir por primera vez a sus alumnos en el flamante Pabellón de Filosofía y Letras.
El nuevo edificio, cuadrado y rojo, brillaba con sus cien ventanas. A su lado, otros pabellones aún mostraban sus esqueletos de cemento entre andamios y aire frío. Jóvenes con chaquetas deportivas, suéteres de colores y calzado suizo caminaban con entusiasmo hacia sus clases. Algunos se preguntaban si habría clase, si habían traído los cuadernos, si las horas habían cambiado. Otros simplemente se dejaban llevar por la emoción del reencuentro tras las vacaciones.
Los autobuses se vaciaron y los pasillos del pabellón se llenaron de voces y risas. La búsqueda de aulas en aquel laberinto, con galerías luminosas y planos en las carteleras, era parte del ritual. El olor a pintura fresca, a madera nueva, y el brillo de los cristales y barnices daban la bienvenida a una nueva etapa académica. “Lo difícil que va a ser aprobar aquí”, exclamó uno, impresionado por la modernidad del entorno.
Era el inicio de una nueva vida universitaria, que dejaba atrás los claustros grises, las galerías yertas y el jardín sombrío de la antigua Universidad.

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