En junio de 1931, desde el aeródromo de Farnborough, en Inglaterra, se probó con éxito un invento que parecía sacado de la ciencia ficción: una catapulta terrestre capaz de lanzar aviones convencionales al aire en apenas 30 metros de recorrido. En una época en la que los aviones necesitaban al menos 300 metros de pista para despegar, esta innovación prometía revolucionar la logística militar y civil de la aviación.
El principio era sencillo pero poderoso: un motor de aire comprimido, anclado firmemente al suelo, generaba una fuerza equivalente a 3.000 caballos de vapor. Esta energía se transfería a un cable de acero enrollado en un tambor, que se aceleraba hasta 2.400 revoluciones por minuto. Un carro especial, enganchado a la cola del avión, era arrastrado por este cable a toda velocidad, impulsando al aparato. Justo antes de llegar al extremo del recorrido, el carro se desacoplaba, y el avión, ya en plena aceleración con sus motores encendidos, se elevaba en vuelo.
Durante las pruebas, aviones de más de siete toneladas fueron lanzados con éxito, lo que demostró la viabilidad del sistema. El objetivo era claro: facilitar el despegue en espacios reducidos, especialmente útil en entornos bélicos o terrenos accidentados donde no era posible construir largas pistas.
A pesar de su éxito técnico, el sistema no se adoptó de forma generalizada para la aviación terrestre. Las principales razones fueron su complejidad técnica, los riesgos que implicaba y la evolución acelerada de los motores aeronáuticos, que pronto permitieron despegues más cortos sin asistencia mecánica. Sin embargo, el concepto sí encontró un terreno fértil en el ámbito naval.
La idea de catapultar aeronaves fue refinada y perfeccionada en los portaaviones, donde se convirtió en una tecnología esencial. Durante la Segunda Guerra Mundial, y especialmente a partir de los años 50, las catapultas de vapor se hicieron comunes en los buques de guerra de Estados Unidos y otras potencias, permitiendo el lanzamiento de aviones de combate desde plataformas flotantes con espacio muy limitado.
Hoy, el principio de este viejo experimento sobrevive, modernizado, en las catapultas electromagnéticas que impulsan aviones desde los portaaviones más avanzados del mundo, como los de la clase Gerald R. Ford de la Armada estadounidense.
En la fotografía superior, el avión, ya lanzado, toma altura a treinta metros de su punto de arranque. Biblioteca Nacional de España, 1931.
No hay comentarios:
Publicar un comentario