Durante la Semana Santa de 1932, Madrid vivió una celebración atípica: las procesiones religiosas fueron suprimidas por completo. En el marco de la Segunda República, las procesiones fueron suspendidas por una combinación de factores políticos, sociales y de seguridad, reflejo del choque entre el nuevo régimen republicano y la Iglesia católica en una España profundamente dividida.
Con el fin de conocer cómo afectó esto a la vida religiosa de los fieles, el periodista J.R. entrevistó a varios párrocos de importantes iglesias de Madrid.
En la iglesia de San José, el párroco explicó que nunca se habían realizado procesiones exteriores, ni siquiera en épocas más estables. Según su testimonio, la asistencia a misa no se redujo; al contrario, se percibió un ligero aumento de la devoción. Bautismos y matrimonios continuaron celebrándose con normalidad, y tanto hombres como mujeres participaron con notable fervor.
En San Ginés, donde tradicionalmente se organizaba la procesión del Santo Entierro, la situación también cambió. Aquella procesión, que solía contar con el respaldo del Ayuntamiento, no se celebró ese año. Dos sacerdotes explicaron que, a pesar de la supresión, la asistencia a los oficios religiosos aumentó, especialmente entre los hombres, cuya presencia creció aproximadamente un 20%. Ambos coincidieron en que los actos externos del culto fomentaban la devoción, pero subrayaron que los fieles mantuvieron su fervor aun sin procesiones. Además, afirmaron que la colecta convocada por el obispo tuvo buena respuesta, destacando las aportaciones de los sectores más humildes.
Por otro lado, en la iglesia de San Luis, el colector Gabriel Saz confirmó que tampoco salían procesiones. Aun así, reconoció la importancia del culto externo para avivar la fe popular. En cuanto a la asistencia a la iglesia, aseguró que no disminuyó; durante la semana acudían más mujeres, mientras que los domingos la presencia masculina era mayor. La parroquia, situada en una zona comercial, recibía contribuciones constantes de bancos, viajeros y comerciantes, lo que permitió sostener el culto sin dificultad.
En conjunto, la Semana Santa de 1932 se desarrolló sin procesiones. Los sacerdotes entrevistados coincidieron en que, aunque faltó el elemento visual y ceremonial de la calle, la fe se mantuvo viva y activa entre los creyentes.
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