Antes de que la música se digitalizara, antes incluso de que el vinilo se hiciera popular, hubo una época en la que el sonido se grababa tallándolo en cera. Este proceso, hoy casi olvidado, fue el corazón de la industria fonográfica durante las primeras décadas del siglo XX. Grabar en cera no era simplemente registrar una interpretación: era un acto técnico, físico y profundamente artesanal.
La cera utilizada para grabar discos no era la de una vela común, se trataba de una mezcla especial de consistencia firme, pero lo suficientemente blanda como para ser tallada por una aguja. Los discos vírgenes, de aspecto amarillento y varios centímetros de grosor, se almacenaban a temperatura constante para evitar deformaciones. Para que nos hagamos una idea, su textura recordaba al queso manchego.
El estudio se preparaba con cortinas blancas para amortiguar los ecos. Los músicos y cantantes ensayaban el número varias veces, ajustando la velocidad y el matiz para que encajara exactamente en una cara del disco. No había margen para errores: cualquier fallo obligaba a repetir todo el proceso, pues no había edición, ni retoques, ni filtros, lo que se tallaba quedaba para siempre.
Cuando llegaba el momento de grabar, se encendía una luz blanca y sonaba un timbre. Desde ese instante, el silencio era absoluto y los artistas se comunicaban solo por gestos. La música se vertía sobre la cera a modo de una cañería acústica conectada al micrófono, y una aguja tallaba los surcos en tiempo real. Cada vibración quedaba registrada físicamente en la superficie del disco.
El proceso era tan delicado que muchos ingenieros prohibían tomar fotografías o revelar detalles técnicos. Cada casa productora tenía sus propios métodos, y el secretismo era parte del oficio.
Hoy, en la era digital, basta un clic para capturar el sonido; pero hubo un tiempo en que el sonido se esculpía en cera.