En 1931, el periodista Julio Romano salió a las calles de Madrid con una pregunta sencilla pero demoledora: ¿La carestía de la vida le ha obligado a usted a suprimir algún plato en casa? Las respuestas, recogidas en un reportaje costumbrista de la época, revelan con crudeza cómo la inflación se traduce en hambre, privaciones y frustración.
Un obrero de entonces decía: “Gano ocho pesetas y tengo cinco bocas que son cinco máquinas trituradoras”. Su cocido, símbolo del alimento cotidiano del trabajador, se iba descomponiendo plato a plato. Un día desaparecía la carne, otro el tocino, luego el chorizo, hasta que solo quedaban las patatas. Y aun eso comenzaba a faltar.
Una modistilla decía, entre irónica y resignada, que ya no podía permitirse un vermut y que hasta abrir el apetito era peligroso, porque no había con qué llenarlo.
Un comerciante acaudalado confesaba al periodista que él no había recortado en comida, pero sí en placeres: “La vida se ha entristecido un 50%”, decía, refiriéndose a lo que ya no podía disfrutar.
La historia nos recuerda que la inflación no solo es un número abstracto ni un gráfico, lleva detrás historias como las descritas y no se mide solo en precios, sino en angustia por la pérdida de lo que parecía garantizado.
Quizá dentro de otros cien años, otro periodista salga a la calle, repitiendo la misma pregunta, y recoja respuestas similares. Esperemos que no.
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