A comienzos de la década de 1930, Japón atravesó una de las crisis más profundas y peligrosas de su historia moderna. En medio de una creciente tensión interna y un panorama económico desfavorable, el país cayó progresivamente bajo el control de sectores militaristas e imperialistas que no dudaron en recurrir al asesinato y al terror para imponer su agenda. El hecho más simbólico de esta deriva fue el asesinato del primer ministro Inukai Tsuyoshi, en mayo de 1932.
Este crimen no fue un acto aislado. Se trató de una operación orquestada por los extremistas del partido militar, que buscaban arrastrar a Japón hacia una guerra de expansión territorial, principalmente en China y contra la Unión Soviética. Los mismos sectores ya habían impulsado la ocupación de Manchuria, desafiando incluso al propio gobierno japonés, al que consideraban demasiado débil y conciliador.
La crisis política coincidió con una grave situación económica, que aumentó la agitación social y dio fuerza a tendencias autoritarias dentro del ejército. Los militares, organizados como un bloque fascista, promovieron una política interior basada en la represión y el control absoluto, y una política exterior basada en la conquista y la hegemonía regional. Consideraban que Manchuria debía ser anexada para resolver los problemas de sobrepoblación, desempleo y falta de materias primas.
El emperador Hirohito no fue un simple espectador. Fue un actor central del sistema, aunque no siempre con el control absoluto. Su silencio y apoyo formal fueron claves para legitimar la expansión militar, incluyendo la ocupación de Manchuria y el avance hacia una guerra total.
Medios internacionales como el Daily Express de Londres y el Chicago Tribune alertaron sobre el peligro que representaba esta transformación. El periódico británico señaló que el asesinato de Inukai formaba parte de un plan más amplio para eliminar a todos los políticos que se opusieran a la dictadura militar. El gobierno civil, pese a algunos intentos de moderación, no pudo resistir la presión de los altos mandos.
En Shanghái, las tropas japonesas utilizaron tácticas brutales durante su intervención, lo que generó condenas internacionales. Incluso dentro de las propias filas militares se produjo el desplazamiento de oficiales considerados "demasiado humanos" para la guerra de exterminio que los fascistas promovían.
Desde Estados Unidos, el Chicago Tribune también observó con preocupación cómo, paralelamente al ascenso del militarismo, surgían tendencias anticapitalistas entre soldados y jóvenes oficiales. Algunos atentados terroristas contra bancos evidenciaron que la crisis no solo era política y militar, sino también social.
El temor de que Japón iniciara un conflicto abierto con la URSS se volvió cada vez más real. Las fronteras del norte de Manchuria se convirtieron en puntos de máxima tensión. El riesgo era claro: un incidente menor podía detonar una guerra a gran escala, como había ocurrido en 1914 con el conflicto entre Austria y Serbia.
Así, Japón se convirtió, en esos años, en un ejemplo de cómo una crisis interna, mal gestionada, podía transformarse en una amenaza global. La ambición imperial, el asesinato político y el ascenso del fascismo militar pusieron en jaque la paz de Asia… y del mundo.
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