Corría el mes de abril de 1931. Mientras en Madrid se proclamaba la llegada de la Segunda República, en Las Palmas se vivía una versión propia de esa euforia. Allí, Rafael Guerra del Río, exdiputado y veterano republicano, no esperó confirmaciones ni órdenes desde la metrópoli. Apenas supo, por vía telegráfica, de los resultados de las elecciones municipales en la Península, constituyó un comité revolucionario y tomó las riendas del poder local. A las 5 de la tarde del lunes 13, la ciudad ya estaba bajo control republicano. Al día siguiente, cuando en Madrid se izaba la bandera tricolor, en Las Palmas ya ondeaba sobre el Ayuntamiento desde la víspera.
Pero en el interior de la isla, la realidad era otra. El cambio no llegaba con tanta rapidez ni entusiasmo. En muchos pueblos no se habían celebrado elecciones: el artículo 29, que permitía nombrar autoridades en ausencia de oposición, había sido manipulado por los caciques para mantener el poder sin urnas. Y en esos lugares, la palabra "República" aún sonaba lejana, incluso peligrosa.
El martes 14, con la multitud congregada en el Campo de España, Guerra arengó al pueblo y ordenó apoderarse de las instituciones oficiales. Tras saber que el alcalde había huido, el grupo tomó por asalto el Ayuntamiento: forzaron las puertas, izaron la bandera tricolor, proclamaron la República desde el balcón y arrojaron los retratos del rey a la calle, excepto uno, obra artística de Néstor de la Torre, que fue salvado para el Museo con el beneplácito popular.
Acto seguido, se dirigieron al Gobierno Civil. Sin hacer caso de los guardias, destituyeron al gobernador y nombraron en su lugar al doctor Bernardino Valle, orador y figura popular. A pesar de recibir un telegrama que advertía de la situación incierta del rey Alfonso XIII, Guerra mantuvo la compostura. La tensión se alivió horas después, cuando el ministro de la Gobernación, Maura, le comunicó que todo lo hecho estaba bien.
Una de las anécdotas más pintorescas de esta jornada fue la designación de alcaldes en veintitrés municipios, donde no se habían celebrado elecciones.
Fue entonces cuando ocurrió lo inesperado
En San Bartolomé de Tirajana e Ingenio, dos pueblos del sur insular, Guerra del Río se enfrentó a una dificultad mayúscula: nadie quería ser alcalde. Los posibles candidatos rehusaban asumir el cargo por miedo a represalias o a un posible retorno del régimen anterior. La desconfianza era tanta como el temor a significarse.
Y entonces, el viejo republicano, curtido en batallas políticas y guiado más por el pragmatismo que por la ortodoxia laicista, tomó una decisión audaz y simbólica: nombró como alcaldes revolucionarios a los dos curas párrocos de aquellos pueblos.
Don Miguel Rodríguez, párroco de San Bartolomé, y don Juan Martell, de Ingenio, aceptaron. Ambos se convirtieron, por mandato revolucionario, en custodios del orden republicano en sus pueblos.
El hecho causó asombro en la isla y más allá. ¿Cómo era posible que un régimen que nacía con clara vocación laica delegara en clérigos la administración municipal? La respuesta estaba en la urgencia, pero también en el entendimiento humano de Guerra del Río: confiaba más en la honestidad y el liderazgo moral de aquellos párrocos rurales que en cualquier otra figura local disponible en ese momento.
Este episodio, que podría parecer anecdótico, revela la complejidad del cambio político que vivía España. La llegada de la República no fue una explosión homogénea, tuvo aristas y contradicciones.
Don Juan Martell, el cura de Ingenio, era conocido por su carácter conciliador y su compromiso con la comunidad agrícola. En un pueblo con tradición obrera y fuerte presencia sindical, su figura era vista como neutral y respetable.
Don Miguel Rodríguez, en San Bartolomé, era un sacerdote mayor, conservador en lo doctrinal pero flexible en lo social. Su parroquia servía a una población dispersa, rural y en gran parte analfabeta, donde su palabra tenía más peso que la de cualquier político.
Este episodio no duró mucho. Meses después, el Gobierno republicano procedió a convocar nuevas elecciones, y los alcaldes definitivos fueron elegidos democráticamente. Los párrocos volvieron a sus parroquias pero dejaron tras de sí esta anécdota: durante unos días, dos párrocos fueron alcaldes republicanos.
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