Cuando la gente paseaba por las calles adoquinadas de Madrid, rara vez se detenía a pensar en la historia y el esfuerzo humano que había detrás de cada piedra. Sin embargo, detrás de ese pavimento que soportaba el ir y venir constante de vehículos y peatones, existía el trabajo arduo y peligroso de los canteros, hombres que extraían la piedra desde las entrañas mismas de la sierra para convertirla en adoquines. Muchas de estas piedras se obtenían de las canteras de Alpedrete, una población situada a unos 47 kilómetros de Madrid.
La jornada de un cantero no era fácil. El trabajo consistía en perforar la roca con barras para colocar explosivos que permitieran fragmentar los grandes bloques. Las caídas eran comunes, dado que se trabajaba a gran altura sobre superficies reducidas, y el suelo bajo ellos no era para nada blando. Aunque las detonaciones con dinamita se manejaban con precaución y raramente causaban accidentes, la posibilidad de un derrumbe o una caída fatal siempre estaba presente.
El esfuerzo físico era considerable. Algunos obreros trabajaban ocho horas diarias, pero había quienes llegaban a jornadas de hasta once horas, manejando martillos y barras sin descanso. A esto se sumaba el tiempo invertido en desplazarse desde sus pueblos vecinos, como Villalba o Collado Mediano, donde residían.
El salario era bajo, aproximadamente cinco pesetas diarias para quienes cobraban por jornada, y entre ocho y nueve pesetas para los que trabajaban a destajo. Para producir unos 80 adoquines al día, cada pieza terminaba costándoles alrededor de seis céntimos, una remuneración muy modesta para la dureza del oficio.
El trabajo en las canteras era estacional. Solo se podía trabajar desde marzo hasta octubre, ya que las condiciones climáticas del invierno —el frío, las aguas y las nieves— hacían imposible la extracción y el corte de la piedra. Esto limitaba el ingreso anual de los canteros, obligándolos a buscar otras ocupaciones en los meses sin trabajo.
En caso de accidente, los trabajadores recibían una tercera parte de su jornal, alrededor de una peseta sesenta y cinco céntimos, y contaban con atención médica limitada. Sin embargo, el miedo más grande para ellos era la posibilidad de morir aplastados por un bloque de piedra; en ese caso la empresa se encargaba del entierro.
Biblioteca Nacional de España, 1931.
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