Santiago Ramón y Cajal, ya ilustre y venerado, accedía a una entrevista al periodista Juan López en mayo de 1933, cuando el gran humanista español cumplía ochenta y un años. Su aniversario ofrecía la ocasión perfecta para acercarse de nuevo a su obra y a su persona, y para recoger unas confidencias que el maestro, con una amabilidad sorprendente, había accedido a compartir. El periodista destacaba la modestia del maestro.
Cajal explicaba que, desde hacía al menos una década, cuando comenzó a sentir el peso de la vejez, evitaba las entrevistas, las tertulias y cualquier acto social. Rehuía teatros, cines, academias y cafés, y esa retirada voluntaria le había valido la fama de hombre huraño y adusto. Sin embargo, él mismo aclaraba que no siempre había sido así: hasta los sesenta y ocho años había sido un conversador incansable, un compañero afable y campechano en los cafés madrileños. ¿Qué había ocurrido para que aquel tertuliano infatigable se transformara en un solitario aparentemente misántropo?
La respuesta era sencilla y dolorosa. Cajal confesaba que padecía problemas de sordera, a ello se sumaba una arterioesclerosis creciente, que le provocaba cefaleas e insomnios cada vez que se veía obligado a sostener una conversación que exigiera atención. Por esa razón, prefería retirarse antes que ofrecer a sus amigos el espectáculo de su deterioro físico.
A pesar de todo, el sabio continuaba trabajando con disciplina. Pasaba la mayor parte del tiempo en el sótano de su casa, donde mantenía la temperatura entre quince y veintidós grados para evitar molestias. Allí dibujaba, escribía y, sobre todo, leía. Confesaba que poseía más de diez mil volúmenes, muchos de los cuales no había podido abrir aún. La vida , decía con melancolía, era demasiado corta y frágil para abarcar siquiera una mínima parte de lo escrito. Recordaba también sus propias palabras en una obra que él mismo calificaba de frívola: la tragedia de llegar a los setenta y cinco u ochenta años sin haber leído ni la milésima parte de lo que merecía ser leído. Para él, la lectura seguía siendo el último gran deleite concedido a los viejos.
Cajal vigilaba de cerca la reedición de sus obras y no dudaba en reescribirlas cuando lo consideraba necesario. Una de ellas, Reglas y consejos sobre la investigación biológica, la consideraba uno de sus pocos éxitos editoriales, debido al espíritu animador y patriótico que impregnaba el libro. Sin embargo, lamentaba que la parte dedicada al atraso científico de España apenas hubiese sido leída.

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