lunes, 17 de noviembre de 2025

El Monte de Piedad

 El Monte de Piedad fue una institución benéfica creada para ofrecer préstamos a las personas más necesitadas a cambio de empeñar objetos de valor. Su origen se remonta a Italia en el siglo XV, cuando frailes franciscanos, encabezados por Bernardino de Feltre, impulsaron este sistema como una alternativa justa frente a la usura. La idea se expandió por Europa y llegó a España en 1702, de la mano del padre Francisco Piquer, quien fundó el primer Monte de Piedad en Madrid. Desde entonces, se convirtió en un refugio para las clases humildes y en el germen de lo que más tarde serían las cajas de ahorro.

La finalidad del Monte de Piedad era clara: ofrecer crédito rápido y accesible a quienes no podían acudir a los bancos, evitando que cayeran en manos de prestamistas que cobraban intereses abusivos. Más que un negocio, se trataba de una obra de caridad que buscaba preservar la dignidad de las familias, permitiéndoles recuperar sus objetos una vez saldada la deuda. Durante siglos, estas instituciones fueron parte esencial de la vida popular, especialmente en tiempos de crisis.

Un ejemplo ilustrativo de su función social lo encontramos en un artículo periodístico de 1933, que relataba la situación de miles de mujeres que habían empeñado sus máquinas de coser en el Monte de Piedad. Se contabilizaban más de tres mil máquinas guardadas en sus sótanos, cada una representando un drama familiar. Para muchas madres, esposas e hijas, la máquina de coser era el único medio de subsistencia, el instrumento con el que podían ganar un jornal y alimentar a sus familias. Al empeñarlas, quedaban privadas de su trabajo y caían en la miseria.

Ante esta realidad, el Consejo de Administración del Monte adoptó una medida ejemplar: habilitó talleres en sus sucursales para que las mujeres pudieran seguir trabajando en sus propias máquinas, aunque estuvieran empeñadas. Estos locales estaban calefaccionados, contaban con personal para reparar averías y ofrecían incluso cunas para madres con bebés lactantes. De esta manera, las obreras podían continuar cosiendo y obteniendo ingresos, preservando su dignidad y evitando que la pobreza las arrastrara aún más.

Con el paso del tiempo, los Montes de Piedad se fusionaron con las cajas de ahorro, pero tras la crisis financiera de 2008 y las reformas posteriores, estas desaparecieron como instituciones independientes. 

Biblioteca Nacional de España, 1933.

 

domingo, 2 de noviembre de 2025

El estreno del nuevo Pabellón de Filosofía y Letras (enero de 1933)

 La mañana del 10 de enero de 1933 amaneció blanca y serena en Madrid. Tras una noche de nieve, la Plaza de la Moncloa se presentó vacía y silenciosa. Pero esa calma pronto se rompió con la llegada de los estudiantes, que se agrupaban junto al primer autobús, como si se tratara de una excursión a la Sierra. La Ciudad Universitaria, aun en construcción, se preparaba para recibir por primera vez a sus alumnos en el flamante Pabellón de Filosofía y Letras.

El nuevo edificio, cuadrado y rojo, brillaba con sus cien ventanas. A su lado, otros pabellones aún mostraban sus esqueletos de cemento entre andamios y aire frío. Jóvenes con chaquetas deportivas, suéteres de colores y calzado suizo caminaban con entusiasmo hacia sus clases. Algunos se preguntaban si habría clase, si habían traído los cuadernos, si las horas habían cambiado. Otros simplemente se dejaban llevar por la emoción del reencuentro tras las vacaciones.

Los autobuses se vaciaron y los pasillos del pabellón se llenaron de voces y risas. La búsqueda de aulas en aquel laberinto, con galerías luminosas y planos en las carteleras, era parte del ritual. El olor a pintura fresca, a madera nueva, y el brillo de los cristales y barnices daban la bienvenida a una nueva etapa académica. “Lo difícil que va a ser aprobar aquí”, exclamó uno, impresionado por la modernidad del entorno.

 Era el inicio de una nueva vida universitaria, que dejaba atrás los claustros grises, las galerías yertas y el jardín sombrío de la antigua Universidad.

Imagen : Biblioteca Nacional de España, 1933.


El señor Bermúdez

 El señor Bermúdez, a simple vista, parecía un hombre común: funcionario público, de aspecto modesto y voz corriente. Sin embargo, ocultaba un talento extraordinario y único: la capacidad de imitar con asombrosa precisión los sonidos de diversos animales. Esta habilidad lo convirtió en un artista insólito y respetado dentro del mundo del espectáculo.

Su carrera comenzó en Cartagena, alrededor de 1900, cuando durante una representación de La Tempranica improvisó el llanto de un bebé con tanto realismo que fue contratado para especializarse en imitaciones animales. Desde entonces, su fama creció, y fue reconocido por sus imitaciones del burro, la vaca, el cerdo, el gallo, el loro, el jabalí e incluso objetos como el fonógrafo y el teléfono.

Bermúdez destacaba no solo por su talento, sino por su seriedad y dedicación al arte de la imitación. Era capaz de diferenciar, por ejemplo, el rebuzno de un burro macho del de una burra, y lo demostraba con gestos y sonidos que dejaban atónito a su público. Su repertorio incluía anécdotas memorables, como cuando imitó a un perro en una pensión y fue confundido con un animal real, provocando la indignación de la dueña.

Durante más de dos décadas trabajó junto a Chicote, interpretando papeles insólitos en obras de autores como Arniches, Paso y Muñoz Seca. Su presencia en escena provocaba risas, asombro y ovaciones memorables.

Aunque usaba un simple cucurucho de cartulina como recurso escénico, su talento no dependía de artificios. Con humor y humildad, defendía que incluso la naturaleza intentaba imitarlo a él. Su tarjeta de visita, tan original como su arte, era un símbolo de su identidad intransferible como el gran imitador zoológico que fue.


Imágenes: Biblioteca Nacional de España, 1933.


La tragedia rural de Casas Viejas (enero de 1933)

En enero de 1933, la pequeña aldea gaditana de Casas Viejas se convirtió en escenario de una de las tragedias más sangrientas de la Segunda República Española. Un grupo de campesinos anarquistas, alentados por la propaganda de la CNT-FAI se levantó proclamando el comunismo libertario.

La revuelta comenzó el 11 de enero, cuando los insurrectos intentaron apoderarse del cuartel de la Guardia Civil y del Ayuntamiento, pero fueron repelidos tras un intenso tiroteo. Los campesinos, muchos armados con escopetas de caza, se refugiaron en los alrededores del pueblo y, especialmente, en la choza de Francisco Cruz Gutiérrez, apodado “Seisdedos”, quien, junto a su familia y algunos compañeros, resistió el asalto negándose a rendirse.

Las fuerzas de Asalto, llegadas desde Medina Sidonia y Jerez, rodearon la aldea. Tras varios intercambios de disparos, el cuartelillo fue defendido heroicamente, aunque dos guardias resultaron gravemente heridos. Luego, las fuerzas gubernamentales bombardearon e incendiaron la choza de Seisdedos, donde murieron calcinadas más de veinte personas, entre ellas mujeres y niños.

Se detuvo a numerosos campesinos y varios fueron ejecutados. El ambiente en el pueblo era de terror y silencio, con más de un centenar de fugitivos escondidos por los montes.

El suceso fue descrito como una “pira humana” y un símbolo del dolor rural andaluz, donde el hambre y la propaganda se mezclaron con la desesperación. 

Imagen: Biblioteca Nacional de España, 1933



sábado, 1 de noviembre de 2025

La intentona revolucionaria en Sevilla en el 8 de enero de 1933

Durante los graves disturbios ocurridos en Sevilla el 8 de enero de 1933, las fuerzas del orden sostuvieron intensos tiroteos con grupos de revolucionarios anarcosindicalistas que intentaron sembrar el caos en distintos puntos de la ciudad, como parte de la insurrección anarquista promovida por la CNT-FAI.

En la calle de la Universidad, el agente señor Oliva resultó herido durante el enfrentamiento entre la Policía y los insurgentes. En diversas calles sevillanas, los extremistas colocaron bombas en los motores de varios camiones, destruyendo los vehículos y provocando el pánico entre los vecinos.

La vendedora de naranjas Mercedes Lanceda Torres fue alcanzada por disparos en las cercanías de la Universidad, mientras que el guarda nocturno Alfonso Leal Bravo, que intentó impedir que los revoltosos incendiaran los almacenes de Abascal en la calle Francos, resultó gravemente herido.

Las fotografías de la jornada muestran la magnitud de los daños y la violencia de los enfrentamientos, reflejo de una trágica intentona revolucionaria que formó parte del movimiento insurreccional anarquista del 8 de enero de 1933, finalmente sofocado por las fuerzas del orden, que lograron restablecer la calma en la capital andaluza.

Imagen: Biblioteca Nacional de España, 1933


¿Se ha cansado el público de leer novelas? Entrevista a Pio Baroja en 1933.

 En una entrevista sobre la crisis de la novela en España realizada en enero de  1933, el escritor Pío Baroja ofreció una visión crítica y desencantada. Según él, el país había estado siempre en crisis literaria: nunca se vendieron grandes cantidades de libros, y las cifras que se manejaban , como cientos de miles de ejemplares,  le parecían exageradas e inverosímiles. Baroja sostenía que si esas cifras fueran reales, uno tropezaría con esos libros en cada rincón del hogar.

Para Baroja, la lectura no era una costumbre arraigada en España. Ni siquiera obras clásicas como El Quijote se leían con frecuencia. De hecho, desconfiaba de quienes afirmaban haberlo leído completo y aseguraban que les había gustado, especialmente si eran jóvenes. En su opinión, El Quijote podía ser muchas cosas, pero no una obra popular.

El escritor atribuía esta falta de hábito lector a factores culturales y climáticos. Creía que el exceso de sol en España desincentivaba la lectura, y que ni reformas educativas ni figuras como Fernando de los Ríos lograrían cambiar esa disposición. Aunque se implantó la jornada laboral de ocho horas, como sugería Ortega y Gasset, Baroja afirmaba que eso no se tradujo en un aumento de ventas de libros.

En cuanto al futuro, Baroja no se mostró optimista. Pensaba que el español podría volverse más culto, pero no necesariamente aficionado a la literatura. Tal vez leería ciencia, filosofía u otros géneros, pero no novelas. Además, consideraba que se vivía en una época impredecible, donde los hechos superaban la capacidad de previsión del ser humano. Por eso, no se atrevía a hacer pronósticos sobre lo que leería la gente en el futuro.

Imagen: Biblioteca Nacional de España, 1933.